Camila Rodríguez Triana
Tiempo de Ebullición
2014
Para entender el territorio en el que se encuentra
el mundo del arte actual, donde los artistas se han convertido en productores
de obras que buscan desesperadamente la aprobación de los curadores y los
galeristas para subir una posición en esa persecución del éxito que ahora está
asociada a lo material (el precio al que se venden las obras, el prestigio de
las galerías que promueven o venden su trabajo, el prestigio de los curadores
que los firman, los espacios donde los invitan a exponer, la
internacionalización del trabajo, etc.), hay que entender primero el
momento social, político y económico en el que se mueve el mundo de hoy, en
donde coexiste el mundo del arte.
En la sociedad en que vivimos el hombre fue rodeado
por unas normas sociales, políticas y económicas que han terminado por
privilegiar la razón sobre lo sagrado, ese esquema de la razón ascendente en el
que el hombre persigue una ilusión de progreso que camina siempre hacía
adelante sin detenerse o retroceder, donde los viejos esquemas quedan atrás y
la promesa de un futuro pleno se abre en el horizonte. Pero, al mismo tiempo,
en ese mundo el hombre debe coexistir con la instantaneidad que propone la
sociedad del espectáculo, donde se termina anulando la idea de futuro, al
anular el pasado y reducir todo al instante. Walter Benjamin al hablar sobre el
cuadro de Klee titulado Angelus Novus, ya nos deja ver en sus reflexiones algo
de esa imposibilidad actual de conservar el pasado y de ese viento que nos
impulsa con desesperación a un futuro que no vemos. Ese viento es lo que en la
sociedad moderna llamamos progreso: “(…) Hay un cuadro de Klee que se titula
Angelus Novus. Se ve en él un ángel, al parecer en el momento de alejarse
de algo sobre lo cual clava la mirada. Tiene los ojos desorbitados, la boca
abierta y las alas tendidas. El ángel de la historia debe tener ese aspecto. Su
rostro está vuelto hacia el pasado. En lo que para nosotros aparece como una
cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única, que arroja a sus pies
ruina sobre ruina, amontonadas sin cesar. El ángel quisiera detenerse,
despertar a los muertos y recomponer lo destruido. Pero un huracán sopla desde
el paraíso y se arremolina en sus alas, y es tan fuerte que el ángel ya no
puede plegarlas. Este huracán lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al
cual vuelve las espaldas, mientras el cúmulo de ruinas crece ante él hasta el
cielo. Este huracán es lo que nosotros llamamos progreso (…)”.
Entre esas ruinas de las que habla Benjamin ha quedado
lo sagrado como parte de eso que ha sido superado y sobre lo cual el ser mítico
quisiera regresar, buscando quizás la vieja certidumbre de un orden que se
imponga al caos que vive en la tempestad y donde se hace imposible cualquier
construcción de estabilidad. El Angelus Novus no es otra cosa que la imagen que
la sociedad moderna se ha construido de si misma; una sociedad llena de
secularización que ha separado los conceptos y los ha vuelto contrarios:
emoción – razón, tradicional – moderno, decadencia – inédito. Sobre las
categorías de la secularización se ha construido gran parte de la semántica de
la modernidad, señalándola en diferentes direcciones: diferenciación de esferas
sociales, privatización, individuación, transposición de creencias y modelos de
comportamientos, desinterés de la sociedad por lo sagrado, desacralización del
mundo e internacionalización. Visto de esta manera lo sagrado ha quedado como
una etapa superada por el desarrollo de lo material. Así la búsqueda inicial
del hombre, una construcción espiritual intangible, ha sido remplazada por la
búsqueda actual del hombre, una construcción material tangible.
Para Benjamin es precisamente en ese cambio donde
el hombre perdió el equilibrio del ser, ese momento en el que fue expulsado del
paraíso y perdió el acceso al disfrute del mundo en su plenitud y su
autenticidad: el hombre ya nunca está conforme con su realidad, siempre desea
más de lo que tiene, siempre le hace falta algo y la mayor parte de su tiempo
lo ocupa en esa búsqueda desesperada de lo que le falta, que al conseguirlo ya
es insuficiente, pues habrá algo nuevo que se desea, haciéndolo así un ser que
nunca está complacido. De esta manera se ha sumergido al hombre en una búsqueda
desesperada por sus deseos materiales aún no satisfechos, cuya consecución
tiene atrás esa idea de progreso que propone la sociedad moderna, negándole en
esa misma idea la posibilidad de detenerse, de quedarse sobre un lugar o en un
lugar, ya que esto está relacionado con la idea de estancamiento, que en la
secularización del mundo moderno se opone al progreso.
Así el hombre de hoy tiene que estar dispuesto a
moverse de un lugar a otro rápidamente, persiguiendo esas posibilidades de
éxito y alejándose a toda costa del estancamiento. Ese movimiento constante y
rápido le ha quitado al hombre la posibilidad de hacer afectos duraderos, de
tener raíces, de generar construcciones duraderas en el tiempo, de mirar la
profundidad de las cosas, dejándolo perdido en la superficie, en la
materialidad. El hombre de hoy debe ser un ser líquido y sin ataduras; cree
estar en todas partes a través de la internacionalización del mundo y la
creación del Internet, pero por lo general no está en ninguna; cree saberlo
todo, pero en su experiencia no sabe nada, todo lo ha aprendido a través de las
distintas pantallas que habita (la televisión y la computadora); cree tener 500
amigos, pero en realidad está más solo que nunca. Los hombres han sido aislados
a través de las pantallas, destruyendo la idea de grupo y volviéndolos individuos
solitarios y débiles, que viven encerrados en un mundo de imágenes.
Cada hombre que vive en este mundo pasa sus días
lidiando con el afán que le supone la búsqueda de ese progreso que siempre será
insuficiente, con un sistema del capital que ya no está afuera de él, sino
adentro de él, donde se ha vuelto preso del mundo del deseo. Es un hombre
sin tiempo: olvida fácilmente su pasado; una emoción es remplazada rápidamente
por otra; un acontecimiento desaparece al aparecer otro. Al haber perdido esa
idea de tiempo y ser sumergido en la inmediatez, el hombre ha perdido la
consciencia.
En las sociedades japonesas antiguas se le otorgaba
al tiempo la capacidad de revelar la esencia de las cosas “(…) Aquí se cree
que es el tiempo en sí el que trae a la luz del día la esencia de las cosas.
Por este motivo los japoneses ven en las huellas del crecimiento un encanto
especial. Por eso les fascina el color oscuro de un viejo árbol, una piedra
horadada por el viento, o incluso los flecos, testigos de las muchas manos que
tocaron un cuadro en sus bordes. Estas huellas del envejecimiento se denominan
“Saba”, palabra que traducida textualmente significa “roña”. “Saba” es la roña
inimitable, el encanto de lo viejo, el sello, la pátina del tiempo (…)”[1]. Al quitarle al hombre la posibilidad
de construir en el tiempo, se le han terminado de quitar todas las certezas,
dejándolo desprovisto de su raíz y su consciencia y generándole un sentimiento
de inestabilidad insaciable.
El mundo del arte, que ha asimilado muchos de esos
conceptos como propios, ha creado en el artista una necesidad de producción
desmedida y desesperada, convirtiéndolo en un productor de obras que se aleja
de esa idea que concebía el arte como una forma de comunicación entre el hombre
y la espiritualidad, donde se podía acceder a un tipo diferente de
conocimiento, basado en rituales y en otro tipo de premisas que no son
necesariamente racionales, formas que por ejemplo Foucault trataba de defender.
Así el artista se ha visto reducido a su taller,
donde debe producir obra y esperar que un curador o un galerista se interese
por su trabajo y lo rescate del olvido. El artista, que se ha metido en una
dinámica de producción, se ha adormecido y ha ido asumiendo, poco a poco, un
papel pasivo frente a las reflexiones y frente a la construcción de los caminos
del circuito del arte, de lo cual se han hecho cargo los curadores, críticos y
galeristas. Entonces cabría preguntarse: ¿por qué se le ha ido quitando al
artista la posibilidad de discutir sobre el arte? O ¿Por qué los artistas nos
distanciamos de las discusiones que definen el funcionamiento del circuito del
arte? ¿Por qué el artista debe verse reducido a producir obra siguiendo, en
muchos casos, los intereses de los curadores o galeristas? O bajo que premisas
nosotros, en calidad de artistas, cedemos ese poder del archivo a los
curadores?
El arte se ha vuelto un mercado más del sistema
económico y el artista una máquina de producir obras.
Por esta razón hoy vemos realitys (programas
construidos de la inmediatez y el espectáculo), en los cuales los artistas
deben producir obras bajo unos lineamientos externos a su ser, buscando a toda
costa (sin ningún lineamiento ético) la aprobación de reconocidos galeristas y
curadores que juzgan su producción y eligen un ganador o, para encontrar una
prueba de ello, sólo tendríamos que visualizar el espectáculo social de las
inauguraciones de las exposiciones de los artistas, donde lo que menos importa
es la obra expuesta, siendo ésta reducida a simple mercancía, a superficie y a
esteticismo, donde todos aquellos que pertenecen o quieren pertenecer al mundo
del arte, deben sacar sus habilidades sociales para entablar relaciones, lo más
importante quizás, en el mundo del arte actual, para ascender.
A la obra se le ha desprovisto de toda profundidad,
volviendo al arte un reflejo de la sociedad del espectáculo, donde lo más
importante se ha vuelto la superficie, lo material; donde se recurre a una
rebeldía ya no tan rebelde, gastada; donde se hacen actos que importan más por
lo espectaculares que puedan ser, por la atención que puedan llamar en el
instante, que por lo que puedan transmitir en el tiempo.
Esas ideas de producción desmedida, del deseo de un
éxito material, de la necesidad de internacionalización, de la dependencia de
curadores y galerías, han llevado a los artistas a entrar en un torbellino
donde es difícil sobrevivir y crear: “(…) El talento se educa en la calma y el
carácter en la tempestad (…)”. Johann Wolfgang Goethe.
Aún así, ante este panorama, en el libro titulado
“La supervivencia de las luciérnagas” Didi-Huberman nos da una esperanza: ante
la afirmación de Paolo Passolini que declaraba la muerte de las luciérnagas en
el sistema capitalista, Didi-Huberman afirma que no son las luciérnagas las que
han muerto, sino que son los hombres los que se han quedados quietos en un
lugar y han perdido la capacidad de verlas. En esa afirmación Didi-Huberman nos
dice que quizás sólo tengamos que movernos de la posición en la que
estamos para poder volver a ver aquellas pequeñas luces intermitentes
alumbrar la noche más oscura; quizás sea necesario entonces que el hombre se
salga de la rutina, de esa posición a la que ya nos hemos acostumbrado, de la
inmediatez en la que vivimos sumergidos, para encontrar las pistas de un
posible cambio. Así mismo, Walter Benjamin nos propone una revolución que no
implica necesariamente una fuerza externa que venga a transformar la realidad,
sino, por el contrario, para él la revolución está en la capacidad de los
hombres de poner el freno de mano y observar lo que siempre han sido y han
olvidado: la revolución como interrupción de un proceso catastrófico.
En este momento del mundo, donde quizás se
vislumbra una esperanza, al vivir un tiempo de ebullición, estas tesis se hacen
fundamentales.
La construcción occidental ha sido puesta en crisis
y la periferia ha empezado a tomar fuerza. Los países europeos y Estados Unidos
están afrontando una crisis económica fuerte, mientras que en la mayoría de
países de Latinoamérica se empieza a notar un común interés por las propuestas
de izquierda: gobiernos que proponen más igualdad y más justicia social; países
que se perfilan como puntos importantes para la economía. Esto mismo está
ocurriendo en el arte, los grandes curadores y galeristas han empezado a mirar
hacía la periferia y se han empezado a interesar por los procesos y los
discursos que allí están surgiendo.
Por esta razón los hombres de la periferia
empezamos a estar entre dos posibilidades: seguir imitando el arte y el cine
europeo o americano con temas de la periferia, es decir, seguir reproduciendo
el sistema establecido, (hasta en lo que se hace llamar independiente) o, poner
ese freno de mano y antes de crear, pensar, pensarnos y pensar el arte que
hacemos. En esa misma disyuntiva se encuentra lo político, lo social y lo
económico: continuar con el modelo capitalista, cambiando quizás los países
dominantes o hacer una propuesta de un mundo y una sociedad diferente.
Es quizás ese punto de quiebre, esa pequeña
posibilidad de cambio que se dibuja en el horizonte, aquello de lo que nos
hablaba Didi-Huberman: esa necesidad de movernos de nuestra posición, de
nuestro lugar, para poder volver a ver brillar las luciérnagas. Entonces la
pregunta que este tiempo nos plantea es: ¿Seremos capaces los hombres, los
artistas, de incomodarnos?
“El sentido del arte que no quiere ser consumido
consiste en explicar por si mismo y en su entorno el sentido de la vida y de la
existencia humana. Es decir: explicarle al hombre cual es su motivo y el
objetivo de su existencia en nuestro planeta. O quizás no explicárselo, sino
tan sólo enfrentarlo a ese interrogante”. Andrei Tarkovski.
[1] Ovtchinnikov.
Esculpir en el Tiempo de Andrei Tarkovsky
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